Francisco Estrada Correa
Vuelvo al tema del voto nulo y del abstencionismo como arma política de los ciudadanos porque según varias encuestas 10% de los posibles votantes está considerando anular su voto y de un 50 a un 65% más piensa de plano en abstenerse de votar. Es decir, que del internet brincan hasta los medios y se plantean ambas posturas, "seriamente", como un "auténtico" voto de castigo para todos los partidos.
Algunos nombres se barajan ya como promotores de la idea: intelectuales, académicos, comunicadores, ex-militantes partidistas "decepcionados" de los partidos, parientes de políticos, en lo general. Ellos invocan el artículo 39 constitucional que da al pueblo el derecho de cambiar la forma de su gobierno cuando lo desee. Y sin embargo, repito la pregunta con que concluía la semana anterior: ¿el "castigo" es realmente para todos los partidos? ¿O es que habrá unos que se beneficien más que otros, e incluso quien resulte perdedor?
La experiencia de los votos nulos demuestra que sólo favorece a los grandes partidos, a los partidos con militancias corporativizadas y que pueden pagar el voto clientelar. En países con un sistema electoral similar al nuestro, tanto el voto nulo como la abstención siempre han favorecido a la opción más votada y han perjudicado en cambio a los partidos pequeños, porque contribuyen a barrerlos por debajo del porcentaje mínimo para lograr escaños.
Eso ha pasado puntualmente en todos aquellos lugares adonde la protesta contra el voto se ha hecho aisladamente, por "grupos ciudadanos" sin fin fijo ni organización, que ha sido promovida a trasmano por los propios partidos convencionales para mantener su monopolio. Y lo peor es que en nada ha servido para abrir oportunidades a los ciudadanos. Citaba el otro día el caso de Panamá en las elecciones de hace un año. O el de Argentina en las de 2001. Y podríamos seguir con el recuento. O sea que la supuesta "arma" contra los partidos no es la tal arma, sino un instrumento que en realidad puede ayudar a mantener la dictadura de los partidos, agravado esto con un riesgo: el de que se acreciente todavía más el autismo de nuestros políticos, y que se fortalezca por ende a la larga el argumento de la violencia como única opción para resolver las cosas. Esto también está probado.
Si un buen número de ciudadanos, hablamos de una mayoría, hiciera suyo el llamado y boicoteara las elecciones de tal suerte que el 90% nulificara su voto, la cuestión tendría sentido y lo más importante, la democracia no correría peligro. Pero en tratándose de porcentajes de entre 10% e incluso 20% -que eso es lo que por lo general sucede-, esa diferencia cuenta, sí, sólo que en favor del establishment, de la inmovilidad y del no-cambio.
José Saramago, quien en su novela "Ensayo sobre la lucidez" trató sobre el asunto, así lo advierte: que sólo si en algún momento el abstencionismo llegara a un 80 o 90% pondría a pensar a los políticos. Y eso quien sabe, pues por lo general su respuesta es la represión, y frente a la fuerza nadie puede argumentar nada. Porque además está otro asunto, el de la legalidad del voto nulo. Es decir, su reconocimiento y por ende su utilidad. Hay legislaciones en donde está reconocido como una manifestación válida de la voluntad de los ciudadanos. Son leyes que reconocen en el voto nulo o en blanco un instrumento de cambio radical, de revolución pero pacífica. Se le cuenta y si es mayoritario se repiten las elecciones. Y no es este el caso de México.
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VOTO NULO VS. PARTIDOS AUTISTAS, CASTIGO DUDOSO
Francisco Estrada Correa
Se puede creer en la conciencia de la gente, pero apelar a la conciencia de los políticos, eso es otra cosa. Entonces, si el objetivo de la campaña por el voto nulo ahora es apelar a la "buena conciencia" de los partidos para que "les caiga el veinte" de que hacen las cosas mal, del descontento ciudadano, y que para "la próxima" hagan las cosas mejor, como que es una probabilidad bastante ilusoria. Porque la experiencia –otra vez- nos habla de otra cosa. Los gobiernos ceden, sí, cuando ven riesgos mayores, guerrillas, revueltas, violencia; no abstencionismo electoral. Y para ejemplo baste recordar lo que pasó durante poco más de la mitad de los 70 años de gobiernos del PRI y que hubo reforma política hasta que los priístas vieron en serio el riesgo de que "despertara el México bronco", en las palabras de Jesús Reyes Heroles. Y que conste, además, que la "apertura" lopezportillista no fue para que hubiera democracia, sino para legitimar el estado de cosas, manteniéndolas, y además haciendo cómplices, con unas cuantas curules, a la oposición que le entró al juego.
Por todo esto pienso que no deja de ser demasiada ligereza afirmar que vivimos en democracia cuando esa democracia no dispone de medios ni de ningún instrumento para controlar o para impedir los abusos del poder. Y es que todo el poder abusa, o por lo menos lo intenta, sea el poder político, sea el poder económico, cualquiera, no sólo corrompe sino que es corruptor, pero sobre todo tiende a abusar de su propia fuerza.
Y de eso se trata pasar de la mera democracia electoral a la democracia directa. Claro, si seguimos hablando de la vía legal o pacífica.
Hay sólo algunas instituciones que dan salida "civilizada" u ordenada al derecho del pueblo a cambiar a sus gobiernos. Dos de ellas son el referéndum y el plebiscito, otra la revocación del mandato, y otra más el voto nulo o en blanco, todas como una especie de calificación –y desde luego de control y limitación del poder- de los políticos y los partidos.
México no cuenta con ninguno de ellas, y de las que escasamente tiene, su convocatoria y organización está en manos de los políticos, ¡como si ellos se sometieran voluntariamente al juicio del pueblo, cuando el problema es precisamente que hacen caso omiso de lo que quiere la gente! Tan absurdo como pensar en Porfirio Díaz convocando el 21 de noviembre de 1910 a un referéndum para decidir si entregaba o no el poder a la revolución.
Esto se debe a la laguna enorme que dejaron los Constituyentes del 17 al aprobar el artículo 39 como está. Fue en la sesión del 26 de diciembre de 1916, el dictamen lo elaboraron los diputados Paulino Machorro, Heriberto Jara, Agustín Garza, Arturo Méndez e Hilario Medina, en realidad una copia del que tenía la Constitución liberal, y pasó sin ninguna discusión, por unanimidad, porque estaban tan seguros nuestros "padres fundadores" de la indiscutibilidad del principio de la soberanía popular ("dogma filosófico y resultado de nuestra evolución histórica" le llamaron) que lo dieron por hecho con solo consagrarlo.
Antes, en el Constituyente del 57 sí fue motivo de discusión, y por cierto que Ignacio Ramírez propuso entonces una institución muy similar a la revocación del mandato para remover, en casos determinados, al Presidente de la República si, "como cualquier empleado de gobierno o particular, carece de la capacidad profesional o mental con que se ofertó al pueblo mexicano". Sólo que su iniciativa no pasó, y el único instrumento que nos dejaron los constituyentes para cambiar nuestros gobiernos fueron las elecciones.
¿Se puede pues rechazar a los partidos sin rechazar a la democracia? ¿Basta con ir a la casilla a anular el voto para cambiar un régimen? Sinceramente no lo creo, por lo menos no en el contexto legal y político que tenemos, y por eso mismo insisto en que la abstención y el voto nulo no influyen ni modifican nada, y en cambio abren el camino a vías nada deseables. Porque cuando la vía de la política se agota, cuando las elecciones fracasan, lo que sigue es irse al monte. Sí, una revolución. Y no creo tampoco que eso sea lo que busquen quienes promueven hoy de buena fe el voto nulo.
Entonces, más nos vale actuar con responsabilidad. Está muy bien que se señale con índice de fuego a los malos políticos y que se evite caer en la manipulación mediática de los partidos. Pero de ahí a renegar de la democracia como vía del cambio político dista un abismo.
No al voto nulo. Sí a un voto crítico, cuidadoso, racional, inteligente. Eso es lo que se necesita. Y exigir a quienes piden nuestro voto que si ganan legislen para avanzar en la agenda de la democracia directa. Tal es el trabajo que nos toca hacer a los ciudadanos.