Enfrentamos una crisis de salud pública fuera de control que amenaza con truncar el futuro de las nuevas generaciones. Se trata de un flagelo que ha privado a familias enteras de sus miembros, ha separado parejas, arruinado amistades y destruido comunidades. Quienes caen en las garras de esta adicción desenfrenada que provoca graves daños a la salud y transforma a quienes pierden el control de sus hábitos en personas estigmatizadas por la sociedad, son mayormente pobres, orillados por los raquíticos ingresos, el encarecimiento de la vida y la falta de oportunidades de desarrollo.
Se estima que este comportamiento compulsivo podría acabar con el ya de por sí quebrado sistema de salud mexicano, por los altos costos asociados al tratamiento de las patologías desatadas por estos productos nocivos para la salud. Según las autoridades, los costos directos ascienden a 42 mil millones de pesos y los indirectos a unos 25 mil millones de pesos por las pérdidas de productividad laboral que acarrean. Cerca del 70% de los adultos y alrededor de 4.5 millones de niños en edades de 5 y 11 años lo padecen. Se estima que la galopante enfermedad, producto del estilo de vida, el consumismo y la pérdida de valores culturales heredados desde los Estados Unidos, cobra cada año la vida de 72 mil mexicanos.
El problema ha alcanzado dimensiones epidémicas y ni siquiera el Ejército o las policías son efectivas para contrarrestar las perversas secuelas fomentadas por los poderosos cárteles sin escrúpulos que invierten millones para atraer a sus víctimas, quienes son seducidas por el vicio barato con la promesa de que se sentirán bien consigo mismos y olvidarán sus problemas. Veinte entidades de la República registran el mayor número de casos, en particular los estados del norte.
Un estudio reciente del Instituto de Investigación Scripps en Florida ha confirmado que el consumo de los productos que se venden legalmente en todo el país generan efectos sobre el cerebro similares a los que ejercen la cocaína y la heroína. Según los investigadores, las ratas que los consumieron en grandes volúmenes comenzaron a tener comportamientos compulsivos para satisfacer el vicio y conforme pasaba el tiempo generaron tolerancia ante sus efectos, por lo que debían consumir mayores cantidades para no experimentar el síndrome de abstinencia.
Los políticos no saben qué hacer. Muchos tienen miedo a enfrentarse contra los grupos poderosos. Algunos han llamado a prohibir totalmente su actividad al público, iniciando una guerra sin cuartel o lanzando una agresiva cruzada para combatir estas sustancias, recomendándole a los niños que "digan no" cuando se las ofrezcan. Mientras que otros han llamado a regular a esta industria mediante programas educativos, una mayor carga impositiva para destinar los cuantiosos recursos a la prevención y atención de las enfermedades que desata.
Los principales responsables de frenar la situación y evitar que se salga de control son los propios ciudadanos. Porque es poco realista erradicar los alimentos chatarra o de alto contenido calórico y sería contraproducente tratar a los consumidores como zombies que pierden la capacidad de tomar sus propias decisiones. En lugar de prohibir las comidas insalubres, se debe enseñar a las personas a consumirlas de una forma segura, a identificar cuando tengan un problema y aconsejarlos sobre lugares donde pueden buscar ayuda especializada.
Y creo que deberíamos de hacer lo mismo con las drogas, con sus respectivas particularidades, claro.