Matando al presidencialismo

J. Alejandro Peyro, Revoluciones

Segunda parte.

De caciques, presidentes y otras formas opresivas.

El cacicazgo, más allá de una figura de dominio y servidumbre, es una construcción sociocultural en la que emerge una forma totalitaria de liderazgo, conferida por la comunidad a una persona o familia mediante permisión o atribución causal, y perpetuada por la misma comunidad, en una suerte de determinismo o prejuicio sobre lo que “debe ser” la convivencia social o lo “inevitable” de ésta.

En México, la figura del cacique ha evolucionado hasta su forma actual: el político o la dinastía de políticos. Asimismo han evolucionado sus círculos de influencia al tiempo que la sociedad se organiza. Esta evolución está hoy como ha estado siempre, subordinada a los factores reales de poder público o económico. En este sentido, es imposible que en la actualidad surjan personajes como Fidel Velásquez, ya que las uniones de obreros han dejado de ser un factor real de poder.

No obstante lo anterior, las formas tradicionales de cacicazgo subsisten, en tanto no se ha consolidado, en sectores amplísimos de la población de México, un auténtico proceso de ciudadanía en los millones de personas que durante siglos constituyeron la “masa irredimible” que definieron los positivistas del siglo XIX, y que en el siglo recién concluido fueron la principal clientela del régimen posrevolucionario.

También históricamente, la presidencia de la república ha sido, con matices y excepciones notables pero efímeras, una reproducción macroscópica del cacicazgo. El poder absoluto concentrado en un individuo; y por tanto las políticas públicas, la economía, la cultura, el país y toda su gente, se han sujetado a un solo hombre, con sus capacidades pero también y más gravemente, con todas sus carencias, limitaciones y complejos personales.

Esto, por definición, ha sido nocivo para la sociedad mexicana, y no puede ni podrá nunca ser de otra forma, por una razón muy sencilla: la base del ejercicio del poder está en conservarlo. Ya conocemos las consecuencias de un poder que se percibe amenazado por una lucha social.

El avance de la sociedad en las últimas tres décadas ha podido acotar el poder de decisión del presidente y lo ha obligado a negociar y buscar acuerdos con los grupos de poder, lo que para muchos analistas políticos significa el fin del presidencialismo y la trascendencia a un régimen de democracia representativa. Pero lo sucedido el año pasado nos ha demostrado a todos, sea que apoyemos o no el movimiento democrático de izquierda, que la democracia aun está muy lejos de llegar a México.

La democracia es por etimología el poder del pueblo, y en México el poder no lo tiene el pueblo. La vía más congruente para que la verdadera democracia llegue para quedarse y se deje por fin atrás la enorme desproporción, la monopolización del poder; es profundizar y acelerar la formación de ciudadanos verdaderos, desmantelar las estructuras clientelares y con ello mermar la influencia de los grupos de interés a quienes conviene sostener esta manipulación de conciencias.

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