Hernán González G.
Aprender ¿a qué?
Repuestos de la reciente versión de "La venganza de Lucifer", conocida asimismo como temporada navideña y de Año Nuevo, en la que comercio, comilonas, alegría por decreto, mentiras e intoxicaciones superan todo récord establecido, es sano recuperar espacio para la reflexión sobre nuestra perturbadora o excitante, como se pueda ver, condición de mortales.
Escribe el ingeniero Arturo Figueroa C. para hacer el siguiente cuestionamiento: "¿Cómo hablar de aprender a morir si la muerte es algo que se da una vez en la vida, muchas veces en forma repentina, y esa primera vez es también la última? En este sentido, me parece que lo que usted califica como 'aprendizaje' es en realidad la simple aceptación consciente de ese hecho."
Otro sinónimo de vivir, ingeniero, es aprender, informarse, formarse a través del conocimiento y autoformarse por medio de la experiencia vivida y sentida. Dentro de este proceso de aprendizaje que dura casi todo el tiempo de nuestra existencia, una de los puntos más difíciles de aprender es precisamente desaprender las incontables tonterías asimiladas en el hogar, la escuela, el catecismo o la sociedad.
Ese desaprender, imprescindible para evolucionar como seres humanos, requiere de valores que nuestra cultura se ha encargado de abolir o de hacer aparecer como "perdedores". Así, principios como aceptar, reconocer, perdonar, relativizar, desapegarse, soltar o acompañar el azar, inclusive las pérdidas, resultan, si no decadentes y débiles, por lo menos imprácticos y contrarios al espíritu occidental posmoderno.
Pero aprendemos a morir, hay que grabárnoslo, en la medida en que aprendemos a vivir con los ojos abiertos, sin tragarnos las piñas y zanahorias de un sistema esencialmente deshumanizado, sin más perspectivas que el poder exterior, las utilidades, las apariencias y el placer emergente, que antes que ambición o avidez mal disfrazan un miedo infinito y ancestral.
¿Miedo a qué? A vivir y a tener que desprendernos tanto de nuestros seres más queridos como de nuestros cachivaches acumulados sean mansiones o cuartuchos, pero sobre todo a tener que desprendernos de nosotros mismos, el adiós más angustiante que podemos imaginar. Si aprendemos a no temer a la vida, también aprendemos a no temer morir, a aceptar la muerte, la ajena y la propia, relativizándola mediante un desapego cotidiano, casi imperceptible, que nos ejercite en el arte de soltar y de soltarnos.
No se trata de ser "buenitos" otra careta del miedo sino de simplificarnos la vida, de vivirla con más sabiduría y menos importancia personal, de "dejar la pinche mezquindad de los individuos que viven su vida como si la muerte nunca los fuera a tocar". A morir se aprende, también, caminando ligeros de equipaje, de deseos, obsesiones y apegos, no amedrentados ante la posibilidad ¿remota? de que hoy pueda ser mi último día sobre la Tierra, sino con la alegre, serena y desafiante certeza de que es el único. Tiempo y muerte acechan; es tonto no amistarnos con ambos.
Aprender ¿a qué?
Repuestos de la reciente versión de "La venganza de Lucifer", conocida asimismo como temporada navideña y de Año Nuevo, en la que comercio, comilonas, alegría por decreto, mentiras e intoxicaciones superan todo récord establecido, es sano recuperar espacio para la reflexión sobre nuestra perturbadora o excitante, como se pueda ver, condición de mortales.
Escribe el ingeniero Arturo Figueroa C. para hacer el siguiente cuestionamiento: "¿Cómo hablar de aprender a morir si la muerte es algo que se da una vez en la vida, muchas veces en forma repentina, y esa primera vez es también la última? En este sentido, me parece que lo que usted califica como 'aprendizaje' es en realidad la simple aceptación consciente de ese hecho."
Otro sinónimo de vivir, ingeniero, es aprender, informarse, formarse a través del conocimiento y autoformarse por medio de la experiencia vivida y sentida. Dentro de este proceso de aprendizaje que dura casi todo el tiempo de nuestra existencia, una de los puntos más difíciles de aprender es precisamente desaprender las incontables tonterías asimiladas en el hogar, la escuela, el catecismo o la sociedad.
Ese desaprender, imprescindible para evolucionar como seres humanos, requiere de valores que nuestra cultura se ha encargado de abolir o de hacer aparecer como "perdedores". Así, principios como aceptar, reconocer, perdonar, relativizar, desapegarse, soltar o acompañar el azar, inclusive las pérdidas, resultan, si no decadentes y débiles, por lo menos imprácticos y contrarios al espíritu occidental posmoderno.
Pero aprendemos a morir, hay que grabárnoslo, en la medida en que aprendemos a vivir con los ojos abiertos, sin tragarnos las piñas y zanahorias de un sistema esencialmente deshumanizado, sin más perspectivas que el poder exterior, las utilidades, las apariencias y el placer emergente, que antes que ambición o avidez mal disfrazan un miedo infinito y ancestral.
¿Miedo a qué? A vivir y a tener que desprendernos tanto de nuestros seres más queridos como de nuestros cachivaches acumulados sean mansiones o cuartuchos, pero sobre todo a tener que desprendernos de nosotros mismos, el adiós más angustiante que podemos imaginar. Si aprendemos a no temer a la vida, también aprendemos a no temer morir, a aceptar la muerte, la ajena y la propia, relativizándola mediante un desapego cotidiano, casi imperceptible, que nos ejercite en el arte de soltar y de soltarnos.
No se trata de ser "buenitos" otra careta del miedo sino de simplificarnos la vida, de vivirla con más sabiduría y menos importancia personal, de "dejar la pinche mezquindad de los individuos que viven su vida como si la muerte nunca los fuera a tocar". A morir se aprende, también, caminando ligeros de equipaje, de deseos, obsesiones y apegos, no amedrentados ante la posibilidad ¿remota? de que hoy pueda ser mi último día sobre la Tierra, sino con la alegre, serena y desafiante certeza de que es el único. Tiempo y muerte acechan; es tonto no amistarnos con ambos.
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