cuauhtémoc arista
México, D.F., 5 de febrero (apro).- El pasado 3 de febrero cumplió 45 años el embargo total que impuso a Cuba el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy. Es la fecha oficial, porque años antes ya había tomado medidas contra el naciente régimen, que aún no expresaba sus tendencias socialistas en una nueva legislación.
El castrismo se fue formando en esa circunstancia: con ese enemigo enfrente, alrededor de él y en muchas ocasiones sirviéndose de él para afianzar su control político interno y ganar para su causa a las numerosas fuerzas internacionales que se han opuesto durante esas décadas a la invariable política injerencista de Estados Unidos. Ésta, de hecho, durante muchos años ha sido el principal factor común entre las heterogéneas formas de entender el nacionalismo y el socialismo en América Latina.
Ahora el régimen imperante en Cuba se ve decrépito, sin futuro. Y aunque esa percepción política sea verdadera, al menos en algunos aspectos, es necesario observar que también se trata de una visión propiciada por la inercia de la propaganda anticastrista. Tampoco se le veía futuro a ese régimen cuando Fidel lo definió como marxista leninista en un intento desesperado de ganarse la protección de uno de los bandos de la Guerra Fría, contrario al de su demonio mayor y, no tan casualmente, el más lejano geográficamente.
El tamaño de la isla y la concentración de poder en manos de Fidel Castro es un regalo para cualquier propagandista, de un lado o del otro, ya que permite achacarle a él solo todos los males o todos los logros de un país. No sé cómo sea en otros entornos políticos, pero aquí no hay pretextos para caer en esa trampa: recientemente el escaso carisma del presidente de la pseudo legalidad, Felipe Calderón, permite ver claramente que él no determina la imposición del conservadurismo en el país, porque sólo es un instrumento de sus patrocinadores. Éstos no sólo consiguieron imponerlo mediante “pequeñas” anomalías porcentuales, sino también aparecen de pronto desde bambalinas (el aumento de la tortilla) para afirmar que él es el verdadero líder (el abrazo con Roberto González Barrera después de declararle la guerra a la especulación). Y cómo pensar que Vicente Fox tuviera un dominio de la política como para mantenerse en el poder a golpe de anécdotas y chascarrillos involuntarios.
En realidad, el anticastrismo es tan decrépito como Castro, pero sus enfermedades las padecemos todos y no nos gusta identificarlas. En México tuvimos que soplarnos todo el show del nene Jorge Castañeda y de su digno sucesor Luis Ernesto Derbez sólo porque aquél deseaba borrar su pasado radical y vivir holgadamente en los regímenes conservadores que sí saben tratar a sus intelectuales afines, y que, de hecho, favorecen la creación de una elite internacional que trabaje en hallar nuevas vías ideológicas para una globalización que ya exhibe graves carencias de índole social. Y Derbez, bueno, él sólo aplicó lo que Fox creyó aprender de Castañeda.
Éste viene a cuento porque no sólo encabezó una presunta “transformación de la política exterior mexicana” que consiste, casi exclusivamente, en asumir las posturas estadunidenses hacia la isla. No para “abrir” a México, sino para aprovechar una correlación de fuerzas internacional muy favorable para la derecha. Si se quería mantener el país alejado de la tentación izquierdizante de América Latina, tenía que afiliarlo a la estrategia global estadunidense, y por lo tanto asumir funciones dentro de ésta. Tal es el carácter “activo” que pretendía darle Castañeda a la política exterior. Perseguía las palmas que se han ganado Aznar y Blair, a las que no podría aspirar su jefe, Fox.
Para conseguir el honroso papel del mayordomo de la puerta sur de Estados Unidos, México tuvo que pronunciarse por el respeto a los derechos humanos en Cuba, pasando por alto su propio atropellamiento del derecho de autodeterminación de los pueblos, más dos hechos capitales: Uno, que el primer vulnerador de los derechos de los cubanos (y de cuantos quisieran hacer negocios con Cuba) es desde hace 45 años el gobierno de Estados Unidos, el amigo anhelado, que también se dedica a abrir frentes bélicos en el mundo que son otras tantas grietas en su discurso de defensa de la democracia y protección a los derechos humanos desde un poder orientado a la prolongación máxima de la hegemonía mundial. Y dos: que México no resiste una prueba similar.
Es cierto que, como dicen Castañeda y quienes defienden su postura, el gobierno derechista acepta la entrada de relatores de las Naciones Unidas para atestiguar el estado de los derechos humanos en México, pero no están dispuestos a admitir que puede darse ese lujo porque de cualquier manera no acata las recomendaciones. Y adivínese con qué argumento: claro, la aplicación soberana de la ley mexicana. El secretario de Gobernación, Francisco Ramírez Acuña, sabe de esto.
El otro pie de la autoridad moral de México para exigir el respeto de las garantías básicas en Cuba se fundamenta en que aquí sí hay elecciones libres. En cuanto a ello, hay que remitir a Castañeda a la pasada elección presidencial, en la que él quiso tomar parte y donde su candidatura fue obstaculizada haciendo valer la letra con un especial énfasis político; él dice que no fue justo, pero apoyó el uso interesado de la norma cuando se acumularon artificiosamente circunstancias interpretativas para darle el triunfo a su amigo y aún prospecto de empleador, Felipe Calderón.
Hace unos días, en un debate entre colosos de la retórica, Castañeda le atribuyó a Carlos Salinas la intención de “ganar el alma” de Calderón para restaurar la vieja política priista de sacar partido de su nula intervención en asuntos cubanos. En cierto sentido tiene razón en defender lo contrario: Calderón tiene el alma ganada por la postura de Castañeda pero, trágicamente, no requiere de Castañeda para aplicarla porque no se trata de una visión genial, sino de una de las exigencias de Washington operada como una de las prioridades dentro de la relación bilateral. Incluso se ha avanzado más de lo que habría sido posible en el entorno en el cual Castañeda acariciaba las posibilidades de pasar por el artífice del intervencionismo mexicano, y la adaptación del Estado nacional a las necesidades de los vecinos se manifiesta por todas partes, desde la factura de leyes favorables a la extradición extrajurídica, hasta planes de rearme con pretextos irrisorios: se comprará una flotilla de aviones rusos Sukhoi con el pretexto oficial de resguardar las instalaciones de Pemex en la Sonda de Campeche, pero en todo caso ya habrá elementos para ofrecer a México como aliado en la estrategia del Comando Sur.
El “peligro” de que México se convirtiera en el siguiente país en formar parte de la ola izquierdizante de América Latina fue posible hasta estos años, después de la Guerra Fría y ya sin el impulso de Cuba. Esa ola surgió de las apremiantes necesidades de los sectores empobrecidos –ya que los pobres de siempre no han tenido jamás los instrumentos políticos para diseñar programas y votarlos en las llamadas democracias latinoamericanas– y por eso uno de los éxitos en la contención de esa tendencia fue el encumbramiento de regímenes populistas de derecha, como fue el de Fox y como se perfila el de Calderón. Ambos ansiosos de hacer boxeo de sombra o de espejo con Hugo Chávez.
Pero hay otra circunstancia que hace incongruente la tentativa de la derecha mexicana por “legitimar” su intervencionismo desde la ONU. Fue en 1992 cuando la Organización de las Naciones Unidas incluyó en la agenda de su asamblea general el tema del embargo (en realidad, un bloqueo que sería considerado una declaración de guerra en el caso de no haber una diferencia tan abismal de poder bélico entre el agresor y el agredido) y en esa ocasión la comunidad internacional condenó la acción estadunidense 59 votos a favor, tres en contra, 46 ausencias y 71 abstenciones. El año pasado el bloqueo fue condenado por decimoquinta ocasión consecutiva (de 192 países representados, 183 votaron en contra del embargo, cuatro a favor, hubo cuatro ausencias y sólo una abstención).
Quince veces consecutivas la ONU ha condenado el embargo, una decisión sin duda democrática. Pero ese organismo que no se ha distinguido en toda su historia por hacer valer en la práctica los pronunciamientos mayoritarios de sus integrantes, salvo –curiosamente– cuando coinciden con decisiones ya cocinadas en la Casa Blanca, como la anterior intervención armada en el Golfo Pérsico. En cambio, no han podido romper el cerco estadunidense a Cuba, que, ciertamente, no tuvo como origen las denuncias por los derechos humanos, sino el desacuerdo doctrinal del gobierno estadunidense con el régimen encabezado por Castro. Pues esa organización que no es capaz de llevar a los hechos sus decisiones de origen democrático, que no puede sacudirse el peso político estadunidense, no serán el escenario de la “apertura”mexicana. Ahí está incluso el caso de China.
Un total compromiso de Estados Unidos hacia el gobierno mexicano, que de hinojos le ruega reciprocidad a las acciones de apoyo incondicional, provocaría que el gobierno actual pagara los costos que fueran necesarios para demostrar que se trata de una decisión inteligente en términos de desarrollo. Pragmática y cínica como esta derecha nuestra, pero inteligente. Claro, no hay que esperar que también se presione a China, a Rusia y a la Gran Bretaña por las graves violaciones a los derechos humanos que se han conocido recientemente, porque ni en la ONU ni en la agenda exterior mexicana se contempla el tema. Total, Castro no tiene el poder para invadir naciones cuyo régimen le desagrada por cualquier motivo. Bendito Dios, porque dos bushismos no caben en un solo continente.
El caso es que el anticastrismo está tan decrépito como el castrismo. Que el primero no se reduzca a una efigie apta para concentrar los dardos no significa que no pueda identificarse, lo mismo que los intereses que se montan en esa rarísima cruzada humanitaria, que consiste en llamar la atención hacia el sufrimiento de los cubanos para desoír las quejas fundamentadas de los compatriotas. Lo ideal sería que los cubanos pudieran exigir a Castro todas las cuentas por los abusos que se le hayan comprobado, lo mismo que los estadunidenses y una larga lista de países afectados le instauraran un proceso justo a varios gobernantes de Estados Unidos y a sus agentes –también a Luis Posada Carriles, aunque se le haya facilitado el traslado a través de territorio mexicano después de su fuga–; pero bueno, parece descabellado soñar que la justicia mexicana les finque responsabilidades históricas más allá del papeleo a Díaz Ordaz y a Echeverría.
Dice Castañeda que retomar la no intervención entre las naciones significa volver a la vieja política priista. Creo que incluso va más allá: retomar el intervencionismo es reactivar la política de las repúblicas títeres que en la Organización de Estados Americanos votaron por la expulsión de Cuba –a la que ahora acusan de tener un régimen aislacionista– bajo amenaza de no recibir los dólares de la llamada Alianza para el Progreso. Incluso esto sería comprensible desde el punto de vista “pragmático” de la derecha. La pregunta es: ¿A cambio de qué? De hinojos seguirán rogando.
México, D.F., 5 de febrero (apro).- El pasado 3 de febrero cumplió 45 años el embargo total que impuso a Cuba el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy. Es la fecha oficial, porque años antes ya había tomado medidas contra el naciente régimen, que aún no expresaba sus tendencias socialistas en una nueva legislación.
El castrismo se fue formando en esa circunstancia: con ese enemigo enfrente, alrededor de él y en muchas ocasiones sirviéndose de él para afianzar su control político interno y ganar para su causa a las numerosas fuerzas internacionales que se han opuesto durante esas décadas a la invariable política injerencista de Estados Unidos. Ésta, de hecho, durante muchos años ha sido el principal factor común entre las heterogéneas formas de entender el nacionalismo y el socialismo en América Latina.
Ahora el régimen imperante en Cuba se ve decrépito, sin futuro. Y aunque esa percepción política sea verdadera, al menos en algunos aspectos, es necesario observar que también se trata de una visión propiciada por la inercia de la propaganda anticastrista. Tampoco se le veía futuro a ese régimen cuando Fidel lo definió como marxista leninista en un intento desesperado de ganarse la protección de uno de los bandos de la Guerra Fría, contrario al de su demonio mayor y, no tan casualmente, el más lejano geográficamente.
El tamaño de la isla y la concentración de poder en manos de Fidel Castro es un regalo para cualquier propagandista, de un lado o del otro, ya que permite achacarle a él solo todos los males o todos los logros de un país. No sé cómo sea en otros entornos políticos, pero aquí no hay pretextos para caer en esa trampa: recientemente el escaso carisma del presidente de la pseudo legalidad, Felipe Calderón, permite ver claramente que él no determina la imposición del conservadurismo en el país, porque sólo es un instrumento de sus patrocinadores. Éstos no sólo consiguieron imponerlo mediante “pequeñas” anomalías porcentuales, sino también aparecen de pronto desde bambalinas (el aumento de la tortilla) para afirmar que él es el verdadero líder (el abrazo con Roberto González Barrera después de declararle la guerra a la especulación). Y cómo pensar que Vicente Fox tuviera un dominio de la política como para mantenerse en el poder a golpe de anécdotas y chascarrillos involuntarios.
En realidad, el anticastrismo es tan decrépito como Castro, pero sus enfermedades las padecemos todos y no nos gusta identificarlas. En México tuvimos que soplarnos todo el show del nene Jorge Castañeda y de su digno sucesor Luis Ernesto Derbez sólo porque aquél deseaba borrar su pasado radical y vivir holgadamente en los regímenes conservadores que sí saben tratar a sus intelectuales afines, y que, de hecho, favorecen la creación de una elite internacional que trabaje en hallar nuevas vías ideológicas para una globalización que ya exhibe graves carencias de índole social. Y Derbez, bueno, él sólo aplicó lo que Fox creyó aprender de Castañeda.
Éste viene a cuento porque no sólo encabezó una presunta “transformación de la política exterior mexicana” que consiste, casi exclusivamente, en asumir las posturas estadunidenses hacia la isla. No para “abrir” a México, sino para aprovechar una correlación de fuerzas internacional muy favorable para la derecha. Si se quería mantener el país alejado de la tentación izquierdizante de América Latina, tenía que afiliarlo a la estrategia global estadunidense, y por lo tanto asumir funciones dentro de ésta. Tal es el carácter “activo” que pretendía darle Castañeda a la política exterior. Perseguía las palmas que se han ganado Aznar y Blair, a las que no podría aspirar su jefe, Fox.
Para conseguir el honroso papel del mayordomo de la puerta sur de Estados Unidos, México tuvo que pronunciarse por el respeto a los derechos humanos en Cuba, pasando por alto su propio atropellamiento del derecho de autodeterminación de los pueblos, más dos hechos capitales: Uno, que el primer vulnerador de los derechos de los cubanos (y de cuantos quisieran hacer negocios con Cuba) es desde hace 45 años el gobierno de Estados Unidos, el amigo anhelado, que también se dedica a abrir frentes bélicos en el mundo que son otras tantas grietas en su discurso de defensa de la democracia y protección a los derechos humanos desde un poder orientado a la prolongación máxima de la hegemonía mundial. Y dos: que México no resiste una prueba similar.
Es cierto que, como dicen Castañeda y quienes defienden su postura, el gobierno derechista acepta la entrada de relatores de las Naciones Unidas para atestiguar el estado de los derechos humanos en México, pero no están dispuestos a admitir que puede darse ese lujo porque de cualquier manera no acata las recomendaciones. Y adivínese con qué argumento: claro, la aplicación soberana de la ley mexicana. El secretario de Gobernación, Francisco Ramírez Acuña, sabe de esto.
El otro pie de la autoridad moral de México para exigir el respeto de las garantías básicas en Cuba se fundamenta en que aquí sí hay elecciones libres. En cuanto a ello, hay que remitir a Castañeda a la pasada elección presidencial, en la que él quiso tomar parte y donde su candidatura fue obstaculizada haciendo valer la letra con un especial énfasis político; él dice que no fue justo, pero apoyó el uso interesado de la norma cuando se acumularon artificiosamente circunstancias interpretativas para darle el triunfo a su amigo y aún prospecto de empleador, Felipe Calderón.
Hace unos días, en un debate entre colosos de la retórica, Castañeda le atribuyó a Carlos Salinas la intención de “ganar el alma” de Calderón para restaurar la vieja política priista de sacar partido de su nula intervención en asuntos cubanos. En cierto sentido tiene razón en defender lo contrario: Calderón tiene el alma ganada por la postura de Castañeda pero, trágicamente, no requiere de Castañeda para aplicarla porque no se trata de una visión genial, sino de una de las exigencias de Washington operada como una de las prioridades dentro de la relación bilateral. Incluso se ha avanzado más de lo que habría sido posible en el entorno en el cual Castañeda acariciaba las posibilidades de pasar por el artífice del intervencionismo mexicano, y la adaptación del Estado nacional a las necesidades de los vecinos se manifiesta por todas partes, desde la factura de leyes favorables a la extradición extrajurídica, hasta planes de rearme con pretextos irrisorios: se comprará una flotilla de aviones rusos Sukhoi con el pretexto oficial de resguardar las instalaciones de Pemex en la Sonda de Campeche, pero en todo caso ya habrá elementos para ofrecer a México como aliado en la estrategia del Comando Sur.
El “peligro” de que México se convirtiera en el siguiente país en formar parte de la ola izquierdizante de América Latina fue posible hasta estos años, después de la Guerra Fría y ya sin el impulso de Cuba. Esa ola surgió de las apremiantes necesidades de los sectores empobrecidos –ya que los pobres de siempre no han tenido jamás los instrumentos políticos para diseñar programas y votarlos en las llamadas democracias latinoamericanas– y por eso uno de los éxitos en la contención de esa tendencia fue el encumbramiento de regímenes populistas de derecha, como fue el de Fox y como se perfila el de Calderón. Ambos ansiosos de hacer boxeo de sombra o de espejo con Hugo Chávez.
Pero hay otra circunstancia que hace incongruente la tentativa de la derecha mexicana por “legitimar” su intervencionismo desde la ONU. Fue en 1992 cuando la Organización de las Naciones Unidas incluyó en la agenda de su asamblea general el tema del embargo (en realidad, un bloqueo que sería considerado una declaración de guerra en el caso de no haber una diferencia tan abismal de poder bélico entre el agresor y el agredido) y en esa ocasión la comunidad internacional condenó la acción estadunidense 59 votos a favor, tres en contra, 46 ausencias y 71 abstenciones. El año pasado el bloqueo fue condenado por decimoquinta ocasión consecutiva (de 192 países representados, 183 votaron en contra del embargo, cuatro a favor, hubo cuatro ausencias y sólo una abstención).
Quince veces consecutivas la ONU ha condenado el embargo, una decisión sin duda democrática. Pero ese organismo que no se ha distinguido en toda su historia por hacer valer en la práctica los pronunciamientos mayoritarios de sus integrantes, salvo –curiosamente– cuando coinciden con decisiones ya cocinadas en la Casa Blanca, como la anterior intervención armada en el Golfo Pérsico. En cambio, no han podido romper el cerco estadunidense a Cuba, que, ciertamente, no tuvo como origen las denuncias por los derechos humanos, sino el desacuerdo doctrinal del gobierno estadunidense con el régimen encabezado por Castro. Pues esa organización que no es capaz de llevar a los hechos sus decisiones de origen democrático, que no puede sacudirse el peso político estadunidense, no serán el escenario de la “apertura”mexicana. Ahí está incluso el caso de China.
Un total compromiso de Estados Unidos hacia el gobierno mexicano, que de hinojos le ruega reciprocidad a las acciones de apoyo incondicional, provocaría que el gobierno actual pagara los costos que fueran necesarios para demostrar que se trata de una decisión inteligente en términos de desarrollo. Pragmática y cínica como esta derecha nuestra, pero inteligente. Claro, no hay que esperar que también se presione a China, a Rusia y a la Gran Bretaña por las graves violaciones a los derechos humanos que se han conocido recientemente, porque ni en la ONU ni en la agenda exterior mexicana se contempla el tema. Total, Castro no tiene el poder para invadir naciones cuyo régimen le desagrada por cualquier motivo. Bendito Dios, porque dos bushismos no caben en un solo continente.
El caso es que el anticastrismo está tan decrépito como el castrismo. Que el primero no se reduzca a una efigie apta para concentrar los dardos no significa que no pueda identificarse, lo mismo que los intereses que se montan en esa rarísima cruzada humanitaria, que consiste en llamar la atención hacia el sufrimiento de los cubanos para desoír las quejas fundamentadas de los compatriotas. Lo ideal sería que los cubanos pudieran exigir a Castro todas las cuentas por los abusos que se le hayan comprobado, lo mismo que los estadunidenses y una larga lista de países afectados le instauraran un proceso justo a varios gobernantes de Estados Unidos y a sus agentes –también a Luis Posada Carriles, aunque se le haya facilitado el traslado a través de territorio mexicano después de su fuga–; pero bueno, parece descabellado soñar que la justicia mexicana les finque responsabilidades históricas más allá del papeleo a Díaz Ordaz y a Echeverría.
Dice Castañeda que retomar la no intervención entre las naciones significa volver a la vieja política priista. Creo que incluso va más allá: retomar el intervencionismo es reactivar la política de las repúblicas títeres que en la Organización de Estados Americanos votaron por la expulsión de Cuba –a la que ahora acusan de tener un régimen aislacionista– bajo amenaza de no recibir los dólares de la llamada Alianza para el Progreso. Incluso esto sería comprensible desde el punto de vista “pragmático” de la derecha. La pregunta es: ¿A cambio de qué? De hinojos seguirán rogando.
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