Miguel Ángel Granados Chapa, Proceso 1582
Salvo el caso de Agustín Barrios Gómez, los gobiernos priistas habían otorgado a la designación de embajadores en Canadá un trato de profesionalismo y seriedad. En el pasado remoto en Ottawa representaron a México el poeta líder del estridentismo Manuel Maples Arce o don Rafael de la Colina, uno de los pilares de la gran diplomacia de nuestro país. Y en el más reciente, cuando los embajadores fueron políticos, viajaron a aquel país exsecretarios de Estado como José Andrés Oteyza o Jorge de la Vega. Y cuando fueron profesionales la nónima incluyó a uno de las más sobresalientes miembros del servicio exterior, Sandra Fuentes Berain.
Vicente Fox, en cambio, abatió el rango de esa representación al designar a la señora María Teresa García Segovia de Madero, que había hecho sólo política en Nuevo León, donde fue diputada local y luego alcaldesa de san Pedro Garza García. Ya para finalizar el sexenio, el primero de noviembre del año pasado, un mes antes de concluir su gobierno, Fox hizo un nuevo nombramiento para ese cargo. La medida era imprudente, pues la renovación de las embajadas y consulados forma parte de las facultades de un Ejecutivo al tomar posesión. Por lo visto, sin embargo, Fox acordó el nombramiento con su sucesor Felipe Calderón, porque ambos estaban interesados por un lado en premiar al nombrado y por otra parte en situarlo en una posición relativamente fuerte para encarar eventuales dificultades por su participación en una fase de las conspiraciones que lograron tener en la silla presidencial a Calderón.
Fox y Calderón resolvieron otorgar un exilio dorado al secretario particular del primero, Emilio Goicoechea. Cuando en el trance de su confirmación en el Senado el perredista Carlos Navarrete le imputó su papel en la conspiración, Goicoechea pretendió eludir el señalamiento achicando la importancia de su tarea: sólo se ocupaba de la agenda y de la correspondencia presidencial. Era imposible que un político con los antecedentes y el rango del ahora confirmado embajador en Canadá hubiera sido rebajado a ser simple responsable de trámites burocráticos. Goicoechea era, en el momento de su arribo a Los Pinos, subsecretario de Operación Turística al lado de Rodolfo Elizondo. Había sido diputado y senador, dos veces candidato al gobierno de su natal Sinaloa. Y había sido, antes de adentrarse de lleno en ese aspecto de la política, un activista de la política empresarial, presidente de la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio entre 1983 y 1985. Téngase presente, además, que Goicoechea fue nombrado secretario particular en julio de 2004, como uno de los modos de enfrentar la crisis provocada por la renuncia-denuncia de Alfonso Durazo.
Nada, pues, de simple encargado de trámites menores. Al comenzar la campaña electoral que tan nefasto desenlace tuvo, Goicoechea hizo su parte en la estrategia de definir a Andrés Manuel López Obrador como un peligro para México. Con el objeto de dibujarlo así, convocó a una comida en Los Pinos a dirigentes empresariales, quienes como él mismo habían encabezado la Concanaco y otros organismos privados. Los instó a hacer cuanto estuviera a su alcance para impedir que el candidato de la coalición Por el Bien de Todos triunfara en las elecciones. Ante la interpelación de Navarrete con motivo de su ratificación diplomática Goicoechea, aceptó que la reunión se había organizado (aunque la aminoró porque fue convocada, según dijo, para comentar encuestas con que contaba la Presidencia, lo que seguramente ocurrió, pero de allí habría surgido la solicitud antilopezobradorista), atribuyó la información, denostándolo, a Arturo González Cruz, presidente de la Concanaco de 2001 a 2003, y tras exclamar con énfasis exagerado que no era pelele de nadie, negó haber tenido parte en los aprestos de Fox para impedir que lo remplazara López Obrador.
Su negativa es increíble. Con su talante político es impensable que no estuviera activamente alineado al propósito explícito de su jefe, que por si fuera poco tornó al ufanarse de su papel en el ascenso de Calderón, resultado de su campaña contra López Obrador. Ya lo había hecho, todavía presidente, en noviembre pasado, cuando aseguró haber ganado dos veces la Presidencia, en 2000 y en 2006. El 12 de febrero, en Washington, en la segunda de sus conferencias pagadas –esta con un formato más cómodo, a base de preguntas de una entrevistadora a modo– como expresidente, Fox mostró un júbilo infantil al recordar que si bien tuvo que dar marcha atrás en el desafuero de su principal adversario político, 18 meses después tomó desquite cuando su candidato ganó la elección presidencial. La liga entre los dos acontecimientos sólo puede leerse, como ha sido la interpretación general, como la culminación de su esfuerzo, del que el desafuero formaba parte, por eliminar a López Obrador.
Nadie ha dudado –ni siquiera el blandengue Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación que admitió el hecho pero evitó sacar la consecuencia de reconocer que Fox puso en riesgo la elección– de la intensidad y constancia con que Fox embatió, en público y a escondidas, contra López Obrador. Era un presidente inescrupuloso, no sólo en ese terreno, sino en otros, como lo ha mostrado el gobernador de Coahuila Humberto Moreira. Con motivo del primer aniversario de la tragedia de Pasta de Conchos, el priista que ese mismo 18 de febrero instó a los consejeros políticos que lo tienen por jefe a votar por Enrique Jackson, reveló que Fox le pidió orquestar la aprehensión de Napoleón Gómez Urrutia, depuesto por el secretario del Trabajo de Fox, Francisco Xavier Salazar, el 17 de febrero anterior. Ante su negativa inicial (no hay delito por el cual perseguirlo en Coahuila) el presidente de la República lo instó de nuevo: búsquele.
Tan locuaz que resulta insoportable, Fox guardó silencio toda la semana anterior ante la revelación de Moreira. Si negara haberle hecho ese pedido, estaríamos en el dilema de enfrentar palabra contra palabra. Moreira no es particularmente confiable: no vaciló en echar mano de todo recurso para vencer a Jorge Zermeño en la contienda por la gubernatura en 2004, y se conoce la conversación que tuvo con su aliada-protectora Elba Ester Gordillo el 2 de julio pasado, como parte de la ronda de telefonemas que la lideresa magisterial hizo ese día a gobernadores priistas en la inminencia de convertirse al calderonismo o que ya habían experimentado esa mutación. Pero los hechos avalan su dicho: hubo una orquestación notoria del gobierno federal para derrotar a Gómez Urrutia, no sólo en el plano sindical sino también ordenando su aprehensión. No pudo la Procuraduría General de la República montar una acusación formal en su contra (aunque sí filtró resultados de la averiguación previa fallida para denigrar al dirigente minero) pero consiguió que gobiernos locales (a cuyos Ejecutivos acaso hizo Fox el mismo pedido) emitieran órdenes de aprehensión del fuero común. De modo que en este punto es creíble la palabra de Moreira, el gobernador de Coahuila.
Salvo el caso de Agustín Barrios Gómez, los gobiernos priistas habían otorgado a la designación de embajadores en Canadá un trato de profesionalismo y seriedad. En el pasado remoto en Ottawa representaron a México el poeta líder del estridentismo Manuel Maples Arce o don Rafael de la Colina, uno de los pilares de la gran diplomacia de nuestro país. Y en el más reciente, cuando los embajadores fueron políticos, viajaron a aquel país exsecretarios de Estado como José Andrés Oteyza o Jorge de la Vega. Y cuando fueron profesionales la nónima incluyó a uno de las más sobresalientes miembros del servicio exterior, Sandra Fuentes Berain.
Vicente Fox, en cambio, abatió el rango de esa representación al designar a la señora María Teresa García Segovia de Madero, que había hecho sólo política en Nuevo León, donde fue diputada local y luego alcaldesa de san Pedro Garza García. Ya para finalizar el sexenio, el primero de noviembre del año pasado, un mes antes de concluir su gobierno, Fox hizo un nuevo nombramiento para ese cargo. La medida era imprudente, pues la renovación de las embajadas y consulados forma parte de las facultades de un Ejecutivo al tomar posesión. Por lo visto, sin embargo, Fox acordó el nombramiento con su sucesor Felipe Calderón, porque ambos estaban interesados por un lado en premiar al nombrado y por otra parte en situarlo en una posición relativamente fuerte para encarar eventuales dificultades por su participación en una fase de las conspiraciones que lograron tener en la silla presidencial a Calderón.
Fox y Calderón resolvieron otorgar un exilio dorado al secretario particular del primero, Emilio Goicoechea. Cuando en el trance de su confirmación en el Senado el perredista Carlos Navarrete le imputó su papel en la conspiración, Goicoechea pretendió eludir el señalamiento achicando la importancia de su tarea: sólo se ocupaba de la agenda y de la correspondencia presidencial. Era imposible que un político con los antecedentes y el rango del ahora confirmado embajador en Canadá hubiera sido rebajado a ser simple responsable de trámites burocráticos. Goicoechea era, en el momento de su arribo a Los Pinos, subsecretario de Operación Turística al lado de Rodolfo Elizondo. Había sido diputado y senador, dos veces candidato al gobierno de su natal Sinaloa. Y había sido, antes de adentrarse de lleno en ese aspecto de la política, un activista de la política empresarial, presidente de la Confederación de Cámaras Nacionales de Comercio entre 1983 y 1985. Téngase presente, además, que Goicoechea fue nombrado secretario particular en julio de 2004, como uno de los modos de enfrentar la crisis provocada por la renuncia-denuncia de Alfonso Durazo.
Nada, pues, de simple encargado de trámites menores. Al comenzar la campaña electoral que tan nefasto desenlace tuvo, Goicoechea hizo su parte en la estrategia de definir a Andrés Manuel López Obrador como un peligro para México. Con el objeto de dibujarlo así, convocó a una comida en Los Pinos a dirigentes empresariales, quienes como él mismo habían encabezado la Concanaco y otros organismos privados. Los instó a hacer cuanto estuviera a su alcance para impedir que el candidato de la coalición Por el Bien de Todos triunfara en las elecciones. Ante la interpelación de Navarrete con motivo de su ratificación diplomática Goicoechea, aceptó que la reunión se había organizado (aunque la aminoró porque fue convocada, según dijo, para comentar encuestas con que contaba la Presidencia, lo que seguramente ocurrió, pero de allí habría surgido la solicitud antilopezobradorista), atribuyó la información, denostándolo, a Arturo González Cruz, presidente de la Concanaco de 2001 a 2003, y tras exclamar con énfasis exagerado que no era pelele de nadie, negó haber tenido parte en los aprestos de Fox para impedir que lo remplazara López Obrador.
Su negativa es increíble. Con su talante político es impensable que no estuviera activamente alineado al propósito explícito de su jefe, que por si fuera poco tornó al ufanarse de su papel en el ascenso de Calderón, resultado de su campaña contra López Obrador. Ya lo había hecho, todavía presidente, en noviembre pasado, cuando aseguró haber ganado dos veces la Presidencia, en 2000 y en 2006. El 12 de febrero, en Washington, en la segunda de sus conferencias pagadas –esta con un formato más cómodo, a base de preguntas de una entrevistadora a modo– como expresidente, Fox mostró un júbilo infantil al recordar que si bien tuvo que dar marcha atrás en el desafuero de su principal adversario político, 18 meses después tomó desquite cuando su candidato ganó la elección presidencial. La liga entre los dos acontecimientos sólo puede leerse, como ha sido la interpretación general, como la culminación de su esfuerzo, del que el desafuero formaba parte, por eliminar a López Obrador.
Nadie ha dudado –ni siquiera el blandengue Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación que admitió el hecho pero evitó sacar la consecuencia de reconocer que Fox puso en riesgo la elección– de la intensidad y constancia con que Fox embatió, en público y a escondidas, contra López Obrador. Era un presidente inescrupuloso, no sólo en ese terreno, sino en otros, como lo ha mostrado el gobernador de Coahuila Humberto Moreira. Con motivo del primer aniversario de la tragedia de Pasta de Conchos, el priista que ese mismo 18 de febrero instó a los consejeros políticos que lo tienen por jefe a votar por Enrique Jackson, reveló que Fox le pidió orquestar la aprehensión de Napoleón Gómez Urrutia, depuesto por el secretario del Trabajo de Fox, Francisco Xavier Salazar, el 17 de febrero anterior. Ante su negativa inicial (no hay delito por el cual perseguirlo en Coahuila) el presidente de la República lo instó de nuevo: búsquele.
Tan locuaz que resulta insoportable, Fox guardó silencio toda la semana anterior ante la revelación de Moreira. Si negara haberle hecho ese pedido, estaríamos en el dilema de enfrentar palabra contra palabra. Moreira no es particularmente confiable: no vaciló en echar mano de todo recurso para vencer a Jorge Zermeño en la contienda por la gubernatura en 2004, y se conoce la conversación que tuvo con su aliada-protectora Elba Ester Gordillo el 2 de julio pasado, como parte de la ronda de telefonemas que la lideresa magisterial hizo ese día a gobernadores priistas en la inminencia de convertirse al calderonismo o que ya habían experimentado esa mutación. Pero los hechos avalan su dicho: hubo una orquestación notoria del gobierno federal para derrotar a Gómez Urrutia, no sólo en el plano sindical sino también ordenando su aprehensión. No pudo la Procuraduría General de la República montar una acusación formal en su contra (aunque sí filtró resultados de la averiguación previa fallida para denigrar al dirigente minero) pero consiguió que gobiernos locales (a cuyos Ejecutivos acaso hizo Fox el mismo pedido) emitieran órdenes de aprehensión del fuero común. De modo que en este punto es creíble la palabra de Moreira, el gobernador de Coahuila.
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