Laura González Culiacán, Gara
Jorge tiene diez años y trabaja de sol a sol, tres días a la semana y seis meses al año, recolectando chile, berenjenas y tomates en campos de Sinaloa, el Estado de México con más jornaleros infantiles, alrededor de 14.000.
Según cálculos de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, Sinaloa, en el oeste del país, es también una de las regiones mexicana que mayor número de jornaleros recibe de otros estados, como es el caso del pequeño Jorge, que proviene de Guerrero (sur).
Hace menos de un mes, en el campamento de Santa Lucía, situado en las afueras de Culiacán, la capital estatal, un niño de nueve años, David, murió arrollado por un tractor mientras araba la tierra.
Su padre, Cruz Salgado, asegura que éste es el último año que su familia va a trabajar allí.
El campesino, de 53 años, tiene otros tres hijos, de 16, 14 y 12 años, que siguen yendo cada mañana al campo, igual que su esposa.
Pero, al contrario que su marido, Agustina es consciente de que tal vez deban continuar en Santa Lucía, pues asegura que «no hay trabajo» en el lugar del que proceden, Ayotzinapa, en Guerrero.
Cinco euros diarios
David aportaba 71 pesos diarios (cinco pesos) a la economía familiar por una jornada de 5.30 de la mañana a 16.30 de la tarde, un dinero que resultaba fundamental para el sustento de los Salgado, explicó Cruz
Por ello, muchos opinan que, ya que estos niños trabajan, su situación se debería regularizar.
Para la representante de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura en el Programa de Protección a la Infancia (Unicef) Theresa Kilbane, de nacionalidad estadounidense, esta opción está lejos de ser la solución.
«Los niños jornaleros tienen los mismos derechos que el resto de niños. Decir que ellos tienen que trabajar por su condición económica, no, de ninguna manera», afirmó Kilbane, encargada de un proyeco de asistencia en la zona.
Para su compañera María Méndez, del Estado español, «si se regula (el trabajo infantil), se reconoce, y eso es un error».
En Santa Lucía hay 114 familias provenientes en su mayoría de los estados de Guerrero, Oaxaca (sur) y Veracruz (Golfo de México). Suponen un total de 280 jornaleros, de los cuales unos 50 son niños de entre siete y catorce años, explicó la trabajadora social Margarita Hernández.
En la guardería del campamento hay cerca de doscientos menores, de entre tres meses y diez años de edad, pero eso no garantiza que reciban educación y que no trabajen.
Los mayores acuden a la guardería sólo dos días por semana y los cinco días restantes van al campo, como sus padres, quienes estarán allí durante seis meses aproximadamente, para regresar después a sus pueblos, hasta el año siguiente. Cuando vuelvan, vivirán de nuevo en unas barracas de apenas diez metros cuadrados, sin agua potable y con improvisadas calles sin asfaltar que se convierten en lodazales cuando llueve.
En general, carecen de seguro médico, aunque casi todos los campamentos cuentan con un doctor privado que los atiende.
«Es una inversión»
Para un homónimo del niño Jorge que es propietario de una empresa agrícola, el fenómeno es inevitable porque es una cuestión cultural y muchas veces responde al deseo de los padres, que ponen como condición para aceptar el empleo que contraten también a sus hijos.
Sin embargo, no todos piensan como él.
Juan José Ley, propietario de otro terreno de cultivo, ha creado una escuela de primaria, dos guarderías y hogares en buenas condiciones.
«Es una inversión: cuanto más ofrezcas a tus trabajadores, más te retribubirá a la hora de la verdad», aseguró.
El campo Batán se encuentra asfaltado, limpio y es un ejemplo del proyecto que organizaciones como Unicef, el Consejo Nacional para el Fomento Educativo (Conafe) y la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) llevan a cabo para mejorar su situación.
Uno de los proyectos más ambiciosos del Gobierno de Sinaloa es el «aula de inteligencia», donde tres especialistas (profesores y sicólogos) se encargan de un grupo pequeño de alumnos de todas las edades. «Son niños que debido a su migración nunca pasan de curso, pero que por su experiencia vivida tienen muchos más conocimientos», explicó la funcionaria estatal Patricia Insonsa, quien añadió que «dándoles una atención y completando su educación, en tres meses el niño se puede reincorporar al curso que realmente le corresponde».
Jorge tiene diez años y trabaja de sol a sol, tres días a la semana y seis meses al año, recolectando chile, berenjenas y tomates en campos de Sinaloa, el Estado de México con más jornaleros infantiles, alrededor de 14.000.
Según cálculos de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, Sinaloa, en el oeste del país, es también una de las regiones mexicana que mayor número de jornaleros recibe de otros estados, como es el caso del pequeño Jorge, que proviene de Guerrero (sur).
Hace menos de un mes, en el campamento de Santa Lucía, situado en las afueras de Culiacán, la capital estatal, un niño de nueve años, David, murió arrollado por un tractor mientras araba la tierra.
Su padre, Cruz Salgado, asegura que éste es el último año que su familia va a trabajar allí.
El campesino, de 53 años, tiene otros tres hijos, de 16, 14 y 12 años, que siguen yendo cada mañana al campo, igual que su esposa.
Pero, al contrario que su marido, Agustina es consciente de que tal vez deban continuar en Santa Lucía, pues asegura que «no hay trabajo» en el lugar del que proceden, Ayotzinapa, en Guerrero.
Cinco euros diarios
David aportaba 71 pesos diarios (cinco pesos) a la economía familiar por una jornada de 5.30 de la mañana a 16.30 de la tarde, un dinero que resultaba fundamental para el sustento de los Salgado, explicó Cruz
Por ello, muchos opinan que, ya que estos niños trabajan, su situación se debería regularizar.
Para la representante de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura en el Programa de Protección a la Infancia (Unicef) Theresa Kilbane, de nacionalidad estadounidense, esta opción está lejos de ser la solución.
«Los niños jornaleros tienen los mismos derechos que el resto de niños. Decir que ellos tienen que trabajar por su condición económica, no, de ninguna manera», afirmó Kilbane, encargada de un proyeco de asistencia en la zona.
Para su compañera María Méndez, del Estado español, «si se regula (el trabajo infantil), se reconoce, y eso es un error».
En Santa Lucía hay 114 familias provenientes en su mayoría de los estados de Guerrero, Oaxaca (sur) y Veracruz (Golfo de México). Suponen un total de 280 jornaleros, de los cuales unos 50 son niños de entre siete y catorce años, explicó la trabajadora social Margarita Hernández.
En la guardería del campamento hay cerca de doscientos menores, de entre tres meses y diez años de edad, pero eso no garantiza que reciban educación y que no trabajen.
Los mayores acuden a la guardería sólo dos días por semana y los cinco días restantes van al campo, como sus padres, quienes estarán allí durante seis meses aproximadamente, para regresar después a sus pueblos, hasta el año siguiente. Cuando vuelvan, vivirán de nuevo en unas barracas de apenas diez metros cuadrados, sin agua potable y con improvisadas calles sin asfaltar que se convierten en lodazales cuando llueve.
En general, carecen de seguro médico, aunque casi todos los campamentos cuentan con un doctor privado que los atiende.
«Es una inversión»
Para un homónimo del niño Jorge que es propietario de una empresa agrícola, el fenómeno es inevitable porque es una cuestión cultural y muchas veces responde al deseo de los padres, que ponen como condición para aceptar el empleo que contraten también a sus hijos.
Sin embargo, no todos piensan como él.
Juan José Ley, propietario de otro terreno de cultivo, ha creado una escuela de primaria, dos guarderías y hogares en buenas condiciones.
«Es una inversión: cuanto más ofrezcas a tus trabajadores, más te retribubirá a la hora de la verdad», aseguró.
El campo Batán se encuentra asfaltado, limpio y es un ejemplo del proyecto que organizaciones como Unicef, el Consejo Nacional para el Fomento Educativo (Conafe) y la Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol) llevan a cabo para mejorar su situación.
Uno de los proyectos más ambiciosos del Gobierno de Sinaloa es el «aula de inteligencia», donde tres especialistas (profesores y sicólogos) se encargan de un grupo pequeño de alumnos de todas las edades. «Son niños que debido a su migración nunca pasan de curso, pero que por su experiencia vivida tienen muchos más conocimientos», explicó la funcionaria estatal Patricia Insonsa, quien añadió que «dándoles una atención y completando su educación, en tres meses el niño se puede reincorporar al curso que realmente le corresponde».
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