Javier Sicilia
El gobierno de Felipe Calderón ha decidido enfrentar la droga –ese flagelo moderno que sólo pudo haber nacido de una sociedad absolutamente industrializada y economizada– mediante una violencia de Estado. Esa política, que desde su ascenso al poder y su apoyo desmesurado al Ejército no ha dejado de clamar con el bombo y el platillo de la violencia armada y mediática, oculta, sin embargo, una razón perversa: Frente a la debilidad política con la que llegó al poder, Calderón sólo puede gobernar y limitar los movimientos sociales mediante el Ejército; pero sólo puede legitimar su uso mediante la cortina de humo de la persecución al crimen organizado.
Una afirmación como ésta puede interpretarse como una paranoia izquierdista si no se atienden los absurdos costos que están comprometidos para combatir el narco con procedimientos sacados de una película hollywoodense. 1) Poner en movimiento al Ejército ha implicado una reducción considerable al gasto de lo único que, en una sociedad hipereconomizada, puede reducir el crimen y la drogadicción: la cultura y la educación; 2) la violencia desplegada por el Ejército, lejos de disminuir los índices de criminalidad del narcotráfico y su influencia comercial, los aumenta –a la violencia del narco se agregan la violencia del Estado y la diversificación de las redes de distribución; 3) la corrupción y, por lo mismo, la infiltración del narcotráfico en los cuerpos del Ejército y de la policía crece –el salario no puede nada contra los ilimitados recursos económicos del narco; 4) esta corrupción exige más gasto del Estado en materia de logística y de efectivos para la lucha contra el crimen organizado, lo que se traduce en menos recursos para educación, cultura y programas de apoyo social; 5) se da a la sociedad un mensaje contrario a cualquier realidad ética, digno de los que diariamente nos envían las películas de acción del cine estadunidense: a la violencia hay que combatirla con una mayor y terrible dosis de violencia; 6) los resultados de este inmenso despliegue son, como lo demostró la prohibición del alcohol en Estados Unidos, mínimos: La droga continúa circulando, los cárteles encuentran nuevas y más efectivas formas de operar, y los impuestos, que ya no le bastan a una estructura política en sí misma corrompida, aumentan para destinarse a organismos de violencia estatal, tan inútiles como dispendiosos y contraproductivos.
Tanto Felipe Calderón como su equipo de asesores saben que en una sociedad económica la única manera de combatir el narcotráfico es domesticándolo, es decir, reduciéndolo a las leyes de hierro del mercado o, en palabras más directas, legalizando la droga. Un combate de esa naturaleza –poco efectivo en el orden de lo políticamente correcto, pero acorde con el pragmatismo de una política de mercado– sería más beneficioso para la sociedad que cualquier violencia de Estado: controlaría a las mafias obligándolas a entrar en la legalidad del mercado; controlaría la calidad del producto en beneficio de los consumidores, que nunca desaparecerán; recaudaría mayores impuestos para obras verdaderamente sociales y productivas –el narco lava dinero de manera estúpida–, y reduciría el gasto inútil que implica la logística de la violencia anticrimen, para invertirlo en cultura, en educación y en oferta de sentido para una población devastada por el crimen organizado. Junto con eso, podría hacerse algo más radical y desmesurado todavía –esto seguramente no lo han pensado ni Calderón ni sus asesores–: invertir el proceso y declarar ilegal la siembra del maíz y del frijol. Esto, frente a la crisis de la tortilla, incentivaría el campo, le daría una oferta interesante de trabajo a gran cantidad de informales que el industrialismo ha desplazado, le pondría un coto al TLC en materia alimentaria, y mucha tierra dejaría de estar sembrada con droga, para sembrarse de estos productos, lo que generaría una fuente de riqueza paralela cuyos beneficios, a diferencia de lo que ahora sucede con la droga, serían reales y productivos. Permitiría, además, que la corrupción de los cuerpos policiacos destinados a perseguir agricultores maiceros y frijoleros tuviera un sentido social de alto rendimiento.
Pero ni a Felipe Calderón ni a su equipo les interesa destruir el narcotráfico; mucho menos pensar en medidas radicales de beneficio social. Lo único que les importa es legitimarse en el poder reduciendo al mínimo cualquier movilidad social. No importa que las Fuerzas Armadas se corrompan en una lucha estéril y que la seguridad nacional se vea comprometida; no importa que la educación y la cultura se mermen en beneficio de la violencia; no importa que el país se degrade y la miseria crezca en pro de inversiones contraproductivas. Lo que importa, como otrora le importó a Vicente Fox, es el golpe mediático, la cortina de humo, que legitime su incapacidad para gobernar y, en el caso de la nueva administración, su capacidad para sofocar o acotar cualquier movimiento de inconformidad social que ponga en evidencia su debilidad política.
En esta batalla tan absurda como inoperante, la única víctima se llama México.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Comentario: como se le ocurre a fecal combatir la delincuencia si el primero en violar las leyes es él. Así no se puede y hagan circo maroma y teatro sera pura simulación.
El gobierno de Felipe Calderón ha decidido enfrentar la droga –ese flagelo moderno que sólo pudo haber nacido de una sociedad absolutamente industrializada y economizada– mediante una violencia de Estado. Esa política, que desde su ascenso al poder y su apoyo desmesurado al Ejército no ha dejado de clamar con el bombo y el platillo de la violencia armada y mediática, oculta, sin embargo, una razón perversa: Frente a la debilidad política con la que llegó al poder, Calderón sólo puede gobernar y limitar los movimientos sociales mediante el Ejército; pero sólo puede legitimar su uso mediante la cortina de humo de la persecución al crimen organizado.
Una afirmación como ésta puede interpretarse como una paranoia izquierdista si no se atienden los absurdos costos que están comprometidos para combatir el narco con procedimientos sacados de una película hollywoodense. 1) Poner en movimiento al Ejército ha implicado una reducción considerable al gasto de lo único que, en una sociedad hipereconomizada, puede reducir el crimen y la drogadicción: la cultura y la educación; 2) la violencia desplegada por el Ejército, lejos de disminuir los índices de criminalidad del narcotráfico y su influencia comercial, los aumenta –a la violencia del narco se agregan la violencia del Estado y la diversificación de las redes de distribución; 3) la corrupción y, por lo mismo, la infiltración del narcotráfico en los cuerpos del Ejército y de la policía crece –el salario no puede nada contra los ilimitados recursos económicos del narco; 4) esta corrupción exige más gasto del Estado en materia de logística y de efectivos para la lucha contra el crimen organizado, lo que se traduce en menos recursos para educación, cultura y programas de apoyo social; 5) se da a la sociedad un mensaje contrario a cualquier realidad ética, digno de los que diariamente nos envían las películas de acción del cine estadunidense: a la violencia hay que combatirla con una mayor y terrible dosis de violencia; 6) los resultados de este inmenso despliegue son, como lo demostró la prohibición del alcohol en Estados Unidos, mínimos: La droga continúa circulando, los cárteles encuentran nuevas y más efectivas formas de operar, y los impuestos, que ya no le bastan a una estructura política en sí misma corrompida, aumentan para destinarse a organismos de violencia estatal, tan inútiles como dispendiosos y contraproductivos.
Tanto Felipe Calderón como su equipo de asesores saben que en una sociedad económica la única manera de combatir el narcotráfico es domesticándolo, es decir, reduciéndolo a las leyes de hierro del mercado o, en palabras más directas, legalizando la droga. Un combate de esa naturaleza –poco efectivo en el orden de lo políticamente correcto, pero acorde con el pragmatismo de una política de mercado– sería más beneficioso para la sociedad que cualquier violencia de Estado: controlaría a las mafias obligándolas a entrar en la legalidad del mercado; controlaría la calidad del producto en beneficio de los consumidores, que nunca desaparecerán; recaudaría mayores impuestos para obras verdaderamente sociales y productivas –el narco lava dinero de manera estúpida–, y reduciría el gasto inútil que implica la logística de la violencia anticrimen, para invertirlo en cultura, en educación y en oferta de sentido para una población devastada por el crimen organizado. Junto con eso, podría hacerse algo más radical y desmesurado todavía –esto seguramente no lo han pensado ni Calderón ni sus asesores–: invertir el proceso y declarar ilegal la siembra del maíz y del frijol. Esto, frente a la crisis de la tortilla, incentivaría el campo, le daría una oferta interesante de trabajo a gran cantidad de informales que el industrialismo ha desplazado, le pondría un coto al TLC en materia alimentaria, y mucha tierra dejaría de estar sembrada con droga, para sembrarse de estos productos, lo que generaría una fuente de riqueza paralela cuyos beneficios, a diferencia de lo que ahora sucede con la droga, serían reales y productivos. Permitiría, además, que la corrupción de los cuerpos policiacos destinados a perseguir agricultores maiceros y frijoleros tuviera un sentido social de alto rendimiento.
Pero ni a Felipe Calderón ni a su equipo les interesa destruir el narcotráfico; mucho menos pensar en medidas radicales de beneficio social. Lo único que les importa es legitimarse en el poder reduciendo al mínimo cualquier movilidad social. No importa que las Fuerzas Armadas se corrompan en una lucha estéril y que la seguridad nacional se vea comprometida; no importa que la educación y la cultura se mermen en beneficio de la violencia; no importa que el país se degrade y la miseria crezca en pro de inversiones contraproductivas. Lo que importa, como otrora le importó a Vicente Fox, es el golpe mediático, la cortina de humo, que legitime su incapacidad para gobernar y, en el caso de la nueva administración, su capacidad para sofocar o acotar cualquier movimiento de inconformidad social que ponga en evidencia su debilidad política.
En esta batalla tan absurda como inoperante, la única víctima se llama México.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Comentario: como se le ocurre a fecal combatir la delincuencia si el primero en violar las leyes es él. Así no se puede y hagan circo maroma y teatro sera pura simulación.
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