Hermann Bellinghausen
"Puedes pensar que hay muchas clases de gente en el mundo, pero sólo existen dos: los que compran y los que son comprados", dice un Marlon Brando joven a una dura y madura Ana Magnani, con quien sostiene una turbia relación adúltera en el almacén del marido de ella, semiparalítico por cierto, en Dos Ríos, Mississipi, allá por los cincuentas, en la película La clase fugitiva (The Fugitive Kind), de Sidney Lumet.
Hasta ese momento separados por un mostrador de ropa que cubre una sábana blanca, los personajes se aproximan y una luz teatral-celestial cae sobre los ojos de Brando para uno de esos momentos de abismal fragilidad que le dieran fama (como en el monólogo de Ultimo tango en París). "No. Hay una tercera clase", corrige. "Los que no pertenecen a ninguna parte". Pausa.
"Hay un pájaro que no tiene piernas, así que no puede posarse en nada. Entonces se pasa la vida con las alas al aire. Yo vi uno, una vez. Su cuerpo era como que azul, y tan pequeño como este dedo. Tan ligero que en la palma no pesaba más que una pluma". Marlon Brando en la película se llama Valentine Xavier, apodado Piel de víbora por la chamarra onda Chuck Berry con que llegó a Dos Ríos, Mississippi. En ese momento entreabre la mano, acuna la pluma que pronuncia y la muestra a la embelesada esposa extranjera del tendero del pueblo.
El ave que describe se la pasa volando. Tan sólo expande las alas para dormir en el viento. Brando, viril y femenino, espléndido animal, abre los brazos. "Eran así de anchas. Y podías ver a través de ellas. Por eso los halcones no lo atrapan. No lo ven allá arriba, cerca del sol".
La clase fugitiva, basada en El descenso de Orfeo, de Tennessee Williams, rinde homenaje al expresionismo alemán con una coreografía de luces y sombras magistral. Ana Magnani, la señora Torrace, lo interrumpe: "¿Y qué pasa cuando el día está nublado?" Valentine parece no escuchar. Prosigue: "Vuela tan alto. En el mal tiempo los halcones se marean".
Además de su piel de víbora, Valentine Xavier carga una guitarra que, asegura, le regaló Leadbelly en persona. El músico más grande del mundo. En un pueblo de linchamientos y autos de fe kukuxklanescos, donde el único negro a la vista está loco y todos los hombres blancos han sido asesinos y volverán a serlo, cantar blues no parece lo más recomendable. El misterioso Valentine, que huye de la violencia de Nueva Orleáns y de su propia violencia interior, con ese aspecto de ángel caído y a la vez gigante de rotunda fuerza física, encarna un peligro para la "paz social".
En Dos Ríos, Mississippi, les da por levantar hogueras. De eso trata a fin de cuentas La clase fugitiva (1959) que daría pie al clamor de Bob Dylan en Mr. Tambourine Man (1964): "Aunque el imperio de la tarde volvió a ser la arena que escurre de mi mano y ciegamente me abandona aquí, pero no para reposar, sigo en pie. Mi agotamiento me asombra. Atado a mis pies, no tengo a quién buscar y la vieja calle vacía luce demasiado muerta para soñar".
El brandesco cantor de música negra en tierra de supremacistas blancos sabe el riesgo y se dispone a huir. No estamos ante el Orfeo que pierde a Eurídice (aunque también); ese quedó atrás. Es Orfeo perdiéndose a sí mismo. Sépase que la pieza de Williams, una tragedia de dimensiones clásicas, es prima hermana del Faulkner más espeso.
No pretende ser cruel, Valentine Xavier. Sólo salvar el pellejo. Ni siquiera el de la víbora que lo cubre. Con que saque el suyo. Como el trovador de Dylan cuando pide al hombre del pandero que se lo lleve: "Házme desaparecer entre los anillos de humo de mi mente hasta las brumosas ruinas del viento, lejos de la playa azotada por el aire, fuera del alcance de la tristeza loca. Sí, bajo un cielo de diamante, con una mano agitándose, libre silueta con el mar de fondo rodeada por los circos de la arena. La memoria y el destino cubiertos por las olas. Deja que olvide el hoy hasta mañana".
En un mundo donde todos tienen precio y para acomodarte, o compras alguien o te vendes, a la tercera clase no le queda sino seguir volando. Su casa es el aire. En impecable, casi deslumbrante blanco y negro (fotografía de Boris Kaufmann), la película de Lumet resulta una partitura visual de esas que dan al cine sus obras maestras.
Tiene el plus de Joanne Woodward como la chica salvaje de Dos Ríos, Mississippi. Borracha, reventada y tan llena de verdades que parece histérica, también está proscrita, pues apoyó una huelga, defiende a los negros y desaira las "buenas costumbres". Dispuesta a largarse con todo y Marlon Brando y su guitarra, espera al otro lado del río en un maltratado Jaguar convertible para volar de allí y que los podridos se acaben de pudrir. Pero en La clase fugitiva dicho en términos de Hollywood ganan los malos, así que arderán el trovador y la guitarra que perteneció a Leadbelly.
"Puedes pensar que hay muchas clases de gente en el mundo, pero sólo existen dos: los que compran y los que son comprados", dice un Marlon Brando joven a una dura y madura Ana Magnani, con quien sostiene una turbia relación adúltera en el almacén del marido de ella, semiparalítico por cierto, en Dos Ríos, Mississipi, allá por los cincuentas, en la película La clase fugitiva (The Fugitive Kind), de Sidney Lumet.
Hasta ese momento separados por un mostrador de ropa que cubre una sábana blanca, los personajes se aproximan y una luz teatral-celestial cae sobre los ojos de Brando para uno de esos momentos de abismal fragilidad que le dieran fama (como en el monólogo de Ultimo tango en París). "No. Hay una tercera clase", corrige. "Los que no pertenecen a ninguna parte". Pausa.
"Hay un pájaro que no tiene piernas, así que no puede posarse en nada. Entonces se pasa la vida con las alas al aire. Yo vi uno, una vez. Su cuerpo era como que azul, y tan pequeño como este dedo. Tan ligero que en la palma no pesaba más que una pluma". Marlon Brando en la película se llama Valentine Xavier, apodado Piel de víbora por la chamarra onda Chuck Berry con que llegó a Dos Ríos, Mississippi. En ese momento entreabre la mano, acuna la pluma que pronuncia y la muestra a la embelesada esposa extranjera del tendero del pueblo.
El ave que describe se la pasa volando. Tan sólo expande las alas para dormir en el viento. Brando, viril y femenino, espléndido animal, abre los brazos. "Eran así de anchas. Y podías ver a través de ellas. Por eso los halcones no lo atrapan. No lo ven allá arriba, cerca del sol".
La clase fugitiva, basada en El descenso de Orfeo, de Tennessee Williams, rinde homenaje al expresionismo alemán con una coreografía de luces y sombras magistral. Ana Magnani, la señora Torrace, lo interrumpe: "¿Y qué pasa cuando el día está nublado?" Valentine parece no escuchar. Prosigue: "Vuela tan alto. En el mal tiempo los halcones se marean".
Además de su piel de víbora, Valentine Xavier carga una guitarra que, asegura, le regaló Leadbelly en persona. El músico más grande del mundo. En un pueblo de linchamientos y autos de fe kukuxklanescos, donde el único negro a la vista está loco y todos los hombres blancos han sido asesinos y volverán a serlo, cantar blues no parece lo más recomendable. El misterioso Valentine, que huye de la violencia de Nueva Orleáns y de su propia violencia interior, con ese aspecto de ángel caído y a la vez gigante de rotunda fuerza física, encarna un peligro para la "paz social".
En Dos Ríos, Mississippi, les da por levantar hogueras. De eso trata a fin de cuentas La clase fugitiva (1959) que daría pie al clamor de Bob Dylan en Mr. Tambourine Man (1964): "Aunque el imperio de la tarde volvió a ser la arena que escurre de mi mano y ciegamente me abandona aquí, pero no para reposar, sigo en pie. Mi agotamiento me asombra. Atado a mis pies, no tengo a quién buscar y la vieja calle vacía luce demasiado muerta para soñar".
El brandesco cantor de música negra en tierra de supremacistas blancos sabe el riesgo y se dispone a huir. No estamos ante el Orfeo que pierde a Eurídice (aunque también); ese quedó atrás. Es Orfeo perdiéndose a sí mismo. Sépase que la pieza de Williams, una tragedia de dimensiones clásicas, es prima hermana del Faulkner más espeso.
No pretende ser cruel, Valentine Xavier. Sólo salvar el pellejo. Ni siquiera el de la víbora que lo cubre. Con que saque el suyo. Como el trovador de Dylan cuando pide al hombre del pandero que se lo lleve: "Házme desaparecer entre los anillos de humo de mi mente hasta las brumosas ruinas del viento, lejos de la playa azotada por el aire, fuera del alcance de la tristeza loca. Sí, bajo un cielo de diamante, con una mano agitándose, libre silueta con el mar de fondo rodeada por los circos de la arena. La memoria y el destino cubiertos por las olas. Deja que olvide el hoy hasta mañana".
En un mundo donde todos tienen precio y para acomodarte, o compras alguien o te vendes, a la tercera clase no le queda sino seguir volando. Su casa es el aire. En impecable, casi deslumbrante blanco y negro (fotografía de Boris Kaufmann), la película de Lumet resulta una partitura visual de esas que dan al cine sus obras maestras.
Tiene el plus de Joanne Woodward como la chica salvaje de Dos Ríos, Mississippi. Borracha, reventada y tan llena de verdades que parece histérica, también está proscrita, pues apoyó una huelga, defiende a los negros y desaira las "buenas costumbres". Dispuesta a largarse con todo y Marlon Brando y su guitarra, espera al otro lado del río en un maltratado Jaguar convertible para volar de allí y que los podridos se acaben de pudrir. Pero en La clase fugitiva dicho en términos de Hollywood ganan los malos, así que arderán el trovador y la guitarra que perteneció a Leadbelly.
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