Rafael Segovia, Proceso 1583
Movilizar al Ejército no parece haber limitado la violencia en el país, ni ésta se debe exclusivamente al comercio de las drogas. La brutalidad de ese negocio no parece tener límite, pero no es la única fuente de la barbarie que se está viviendo en toda la República y que no es ninguna novedad.
Si leemos, pongamos por caso, a la condesa Calderón de la Barca, nos encontramos con un México tan violento o más violento que el actual. Tan pronto como se traspasaban los estrictos límites de la ciudad, partidas de bandoleros imponían su ley, como hoy la imponen los narcos. Sólo si se iba acompañado por el Ejército se podía viajar y, aun en esas condiciones, el viajero se jugaba la vida. Dentro de la ciudad, incluso el diplomático podía ser asesinado impunemente. Por ejemplo, el representante de Suiza perdió la vida ante sus asaltantes, que decidieron matarlo para que no los delatara, pero tuvieron tan mala suerte o fueron tan tontos que los reconocieron por el coche utilizado en su fechoría, para ser más tarde capturados y ahorcados frente a la casa del crimen.
Hoy no se ahorcaría a nadie en este país porque somos una nación moderna. Los únicos que imponen la pena de muerte son los dueños del crimen organizado, o los narcotraficantes en sus luchas despiadadas por el dominio de determinados territorios. No hay estadísticas confiables sobre muertes violentas con sus diferentes formas y estilos. Quizás más vale que no existan: para el gobierno serían una pesadilla. No podría acusarse a tal o cual organización o clase social, ni podría el secretario de Gobernación hablar de un descenso de la violencia –rara vez se nos informa de un aumento. Debemos conformarnos con las advertencias que los gobiernos de otros países hacen a sus conacionales al ponerlos sobre aviso de los peligros que pueden acecharlos en ciertos estados mexicanos, aunque en nuestra nación no se tarde en considerar una exageración lo dicho al respecto por algún órgano de prensa belga, alemán o italiano.
Hace poco hubo tres asesinatos en Guatemala, aumentados a siete con una curiosa operación donde, en una cárcel de alta seguridad –como las nuestras–, entraron unos pistoleros sin que nadie se enterara y mataron a los policías que habían dado muerte a los tres diputados salvadoreños. Las declaraciones del presidente de Guatemala sobre el caso son un auténtico poema, como las de su homólogo de El Salvador.
Puede considerarse como un fenómeno dependiente de la libertad de prensa el encontrarnos todos los días con una retahíla de ejecuciones, aunque esta última expresión resulta indignante. Se debe estar contra una pena de muerte impuesta o consumada por algún cártel de la droga. Pero la palabra ejecución, que bien que mal pertenecía al lenguaje jurídico y se utilizaba para significar que unos sicarios –asesinos a sueldo, según el diccionario– mataron a los que parecían ser otros sicarios, es un abuso de la lengua.
En México se sigue matando con toda impunidad, si nos fiamos de la prensa escrita. Ha desaparecido la nota roja porque algunos periódicos son pura nota roja. ¿Cuántos crímenes se reportan al día? Son casi incontables, pero sólo algunos son los que en el lenguaje profesional se califican de noticia. Por ejemplo, cuando en Bélgica una mujer mata a cinco niños a puñaladas, los medios mexicanos podrían poner como cabeza: “En todas partes cuecen habas”.
El hecho es que, en nuestro país, la mayor parte de las informaciones corresponden a los conflictos internos de los señores de la droga. Muertes políticas hay pocas: Los políticos han dado con formas más civilizadas para resolver sus problemas. Desde el asesinato de Colosio no se conoce otro capaz de conmover al público y a la clase política. ¿Todo este mundo es nuevo? No lo parece.
La inmensa mayoría de los autores de muertes violentas que no proceden del mundo de las drogas se originan en la miseria transformada en cultura. Dadas las condiciones de vida de los asesinos, matar no tiene importancia. Se mata en muchos casos porque sí, por un pretexto que se nos antoja inaceptable, por 15 pesos, una cerveza o un vaso de ron. No hay un castigo moral, ya no digamos jurídico, porque esa sociedad acepta tales hechos con toda tranquilidad. Hay una conciencia ignorada o no manifestada que considera que toda justicia es una justicia de clase. No tenemos un libro, un estudio sociológico como el de L. Chevalier, Clases laboriosas, clases peligrosas. En Francia, la población de sus monstruosas prisiones y los clientes de la guillotina durante el siglo XIX era toda de pobres, como lo fueron en Inglaterra, en España o en Rusia. En toda Europa, donde se imponía la moral de las clases superiores, aterrorizadas por lo que dieron en llamar “la gran noche”, en la que suponían una subida de los menesterosos que los asesinarían del primero al último, la pena de muerte era la garantía de la supervivencia de las clases pudientes, que la mantuvieron hasta perderle el miedo a la violencia.
Aquí, en México, no hay miedo a los pobres, que no fueron quienes hicieron la Revolución con mayúscula ni las revoluciones con minúscula. Hubo, sobre todo durante la época colonial, levantamientos indígenas, reprimidos con una violencia inaudita. Después hemos conocido inconformidades de los maestros, de los ferrocarrileros, de los telegrafistas, incluso de los médicos, que no pusieron en peligro el orden social, es decir, el reparto impúdico de la riqueza nacional. Pero hasta nuestros días no se ha necesitado recurrir a la pena de muerte. Somos un país moderno y civilizado.
Movilizar al Ejército no parece haber limitado la violencia en el país, ni ésta se debe exclusivamente al comercio de las drogas. La brutalidad de ese negocio no parece tener límite, pero no es la única fuente de la barbarie que se está viviendo en toda la República y que no es ninguna novedad.
Si leemos, pongamos por caso, a la condesa Calderón de la Barca, nos encontramos con un México tan violento o más violento que el actual. Tan pronto como se traspasaban los estrictos límites de la ciudad, partidas de bandoleros imponían su ley, como hoy la imponen los narcos. Sólo si se iba acompañado por el Ejército se podía viajar y, aun en esas condiciones, el viajero se jugaba la vida. Dentro de la ciudad, incluso el diplomático podía ser asesinado impunemente. Por ejemplo, el representante de Suiza perdió la vida ante sus asaltantes, que decidieron matarlo para que no los delatara, pero tuvieron tan mala suerte o fueron tan tontos que los reconocieron por el coche utilizado en su fechoría, para ser más tarde capturados y ahorcados frente a la casa del crimen.
Hoy no se ahorcaría a nadie en este país porque somos una nación moderna. Los únicos que imponen la pena de muerte son los dueños del crimen organizado, o los narcotraficantes en sus luchas despiadadas por el dominio de determinados territorios. No hay estadísticas confiables sobre muertes violentas con sus diferentes formas y estilos. Quizás más vale que no existan: para el gobierno serían una pesadilla. No podría acusarse a tal o cual organización o clase social, ni podría el secretario de Gobernación hablar de un descenso de la violencia –rara vez se nos informa de un aumento. Debemos conformarnos con las advertencias que los gobiernos de otros países hacen a sus conacionales al ponerlos sobre aviso de los peligros que pueden acecharlos en ciertos estados mexicanos, aunque en nuestra nación no se tarde en considerar una exageración lo dicho al respecto por algún órgano de prensa belga, alemán o italiano.
Hace poco hubo tres asesinatos en Guatemala, aumentados a siete con una curiosa operación donde, en una cárcel de alta seguridad –como las nuestras–, entraron unos pistoleros sin que nadie se enterara y mataron a los policías que habían dado muerte a los tres diputados salvadoreños. Las declaraciones del presidente de Guatemala sobre el caso son un auténtico poema, como las de su homólogo de El Salvador.
Puede considerarse como un fenómeno dependiente de la libertad de prensa el encontrarnos todos los días con una retahíla de ejecuciones, aunque esta última expresión resulta indignante. Se debe estar contra una pena de muerte impuesta o consumada por algún cártel de la droga. Pero la palabra ejecución, que bien que mal pertenecía al lenguaje jurídico y se utilizaba para significar que unos sicarios –asesinos a sueldo, según el diccionario– mataron a los que parecían ser otros sicarios, es un abuso de la lengua.
En México se sigue matando con toda impunidad, si nos fiamos de la prensa escrita. Ha desaparecido la nota roja porque algunos periódicos son pura nota roja. ¿Cuántos crímenes se reportan al día? Son casi incontables, pero sólo algunos son los que en el lenguaje profesional se califican de noticia. Por ejemplo, cuando en Bélgica una mujer mata a cinco niños a puñaladas, los medios mexicanos podrían poner como cabeza: “En todas partes cuecen habas”.
El hecho es que, en nuestro país, la mayor parte de las informaciones corresponden a los conflictos internos de los señores de la droga. Muertes políticas hay pocas: Los políticos han dado con formas más civilizadas para resolver sus problemas. Desde el asesinato de Colosio no se conoce otro capaz de conmover al público y a la clase política. ¿Todo este mundo es nuevo? No lo parece.
La inmensa mayoría de los autores de muertes violentas que no proceden del mundo de las drogas se originan en la miseria transformada en cultura. Dadas las condiciones de vida de los asesinos, matar no tiene importancia. Se mata en muchos casos porque sí, por un pretexto que se nos antoja inaceptable, por 15 pesos, una cerveza o un vaso de ron. No hay un castigo moral, ya no digamos jurídico, porque esa sociedad acepta tales hechos con toda tranquilidad. Hay una conciencia ignorada o no manifestada que considera que toda justicia es una justicia de clase. No tenemos un libro, un estudio sociológico como el de L. Chevalier, Clases laboriosas, clases peligrosas. En Francia, la población de sus monstruosas prisiones y los clientes de la guillotina durante el siglo XIX era toda de pobres, como lo fueron en Inglaterra, en España o en Rusia. En toda Europa, donde se imponía la moral de las clases superiores, aterrorizadas por lo que dieron en llamar “la gran noche”, en la que suponían una subida de los menesterosos que los asesinarían del primero al último, la pena de muerte era la garantía de la supervivencia de las clases pudientes, que la mantuvieron hasta perderle el miedo a la violencia.
Aquí, en México, no hay miedo a los pobres, que no fueron quienes hicieron la Revolución con mayúscula ni las revoluciones con minúscula. Hubo, sobre todo durante la época colonial, levantamientos indígenas, reprimidos con una violencia inaudita. Después hemos conocido inconformidades de los maestros, de los ferrocarrileros, de los telegrafistas, incluso de los médicos, que no pusieron en peligro el orden social, es decir, el reparto impúdico de la riqueza nacional. Pero hasta nuestros días no se ha necesitado recurrir a la pena de muerte. Somos un país moderno y civilizado.
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