La utopía de Said

Hace algunos días un prominente grupo de árabes israelíes ­es decir, hombres y mujeres de origen árabe que son ciudadanos de Israel, algunos de ellos musulmanes, otros no religiosos­ lanzó una convocatoria a la opinión pública para iniciar un proceso de reflexión y debate sobre la pertinencia de que el Estado de Israel deje de definirse a sí mismo como un "Estado judío" y se transforme en una efectiva "democracia consensual para árabes y judíos". Los intelectuales, académicos y líderes civiles que firmaron el desplegado, miembros de una nueva elite política y cultural, como Asad Ghanem, director del Departamento de Teoría Política de la Universidad de Haifa, recogen las ideas centrales del reporte que publicaron en diciembre un grupo de alcaldes árabes con el título Una visión para el futuro de los árabes palestinos en Israel, y que representan por lo menos 1.3 millones de ciudadanos, aproximadamente la quinta parte de la población.

El reporte hace un llamado a reconocer a la población árabe israelí como un grupo con derechos denegados, haciendo hincapié en que tanto los símbolos oficiales de la nación israelí como algunas leyes cardinales de su normatividad fundamental son esencialmente discriminatorias.

Como era de esperarse, las reacciones fueron contrastadas y las posiciones se han polarizado. La derecha se apuró a condenar la iniciativa como un "quintacolumnismo", una "falange islámica incrustada en Israel". Las organizaciones de centro-izquierda, que generalmente promueven la defensa de los derechos de la población árabe, la vieron como una propuesta "irreal y excesiva". Y algunos pocos liberales israelíes expresaron complacencia con el documento. Shuli Dichter, codirector de Sikkuny, una organización árabe-judía que monitorea violaciones a la equidad civil, celebró el esfuerzo como una apertura hacia un "diálogo serio" en torno a la coexistencia entre árabes y judíos en Israel.

En rigor, la mayor parte de los árabes israelíes están convencidos, y con razón, de que son ciudadanos de segunda clase que no cuentan con los mismos derechos que la población en general en materia de empleo, educación y salud.

Pero la iniciativa ha dividido a los propios árabes en Israel. Ghaleb Majadele, un legislador miembro del Partido Laborista, el primer árabe en ocupar una cartera en el Poder Ejecutivo, criticó la posición porque desataría una división de la izquierda, haciendo aún más precaria su situación.

En principio, el valor de la iniciativa es de orden simbólico y, sobre todo, identitario. ¿Qué pasaría si el Estado israelí fincase su legitimidad en un orden efectivamente secular, que englobase los derechos de árabes y judíos en una definición estrictamente ciudadana?

En primer lugar, volvería al principio más antiguo y vital de lo que significó ser judío: una referencia que pasa por el autorreconocimento, no por una estructura de poder. En ningún lugar de la tradición, ni bíblica ni civil, está escrito que Israel tendría que ser un Estado judío (no secular), y menos que, por ese hecho, debería discriminar a quienes no lo son.

Nadie como los judíos, por una historia tristísima, conoce la fuerza que proporciona el reconocimiento del otro como una apuesta por abolir todo esencialismo. La apuesta a una identidad que termina por negar toda pulsión identitaria, y que ve al otro no a través de la piel ni de la religión sino directamente a los ojos.

En segundo lugar, arrojaría un balde de agua fría sobre el fundamentalismo islámico que ha hecho de ese orden uni-identitario el chivo expiatoria de su propia logística simbólica y teológica.

Se abriría así la posibilidad (y la realidad) de propiciar en el Medio Oriente una cultura efectivamente secular (y secularizadora). Esa fue la utopía que alguna vez acarició Edward Said, el palestino que nunca creyó que la insularidad y la partición identitarias contenían algún tipo de solución a un conflicto que se prolonga ya más de medio siglo. Fue esa utopía la que lo separó de Arafat, de Hamas, de Hezbollah y de la vorágine que ha hundido a Palestina en la peor de sus pesadillas. Y uno nunca sabe cuándo una ilusión acaba por dictar los designios de la realidad. Obviamente dejaría de ser una ilusión.

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